Un cumpleaños es un derecho adquirido. Todos los años festejamos, nos saludan, nos abrazan y respetamos la clásica ceremonia alrededor de las velitas mientras nos cantan el feliz cumpleaños y nosotros pedimos nuestros deseos.
Recibirse, en cambio, es un festejo total y completamente merecido.
Se festejan miles de noches sin dormir, los días en los que únicamente ingerimos dosis infernales de cafeína, horas y horas frente a los libros, los bajones cuando miramos para adelante y todas las materias que rendimos no parecen nada en comparación con las que faltan, momentos de frustración en los que creemos que no podemos más, que no lo vamos a lograr y que nunca vamos a alcanzar el objetivo.
Celebramos haber superado los nervios anteriores a los examenes, las enfermedades psicosomáticas infaltables, el rechazo de todas las salidas, los encierros, los días en que no tomamos ni una gota de aire, los insomnios, los ojos rojos, de haber luchado contra el "no llego".
Es un homenaje al tiempo invertido, a las horas que pasamos en la mesa de examen esperando que digan nuestro nombre y nos toque rendir, el tiempo que lleva recursar esa materia que tanto odiamos sin bajar los brazos, la paciencia que requiere aceptar cada vez que te pasan de día un examen, que te grita injustamente un profesor o que te bochan a pesar de haber estudiado como loco.
Pero por sobre todo celebramos la constancia.
Esa constancia de haber tenido una meta a largo plazo, de haber superado todos los obstáculos que se presentaron en el camino y de haberla podido cumplir.
Por eso festejo este día en que terminó otra etapa de mi vida y dejo que me tiren todo lo que quieran, que me ensucien con lo que encuentren y hasta que me hagan doler un poquito y me dejen alguna que otra marca.
Hoy brindo porque todo ese esfuerzo valió la pena.