La mayoría de los nenes aman navidad, a Papá Noel, a los reyes magos y al ratón Perez. Yo, en cambio, tan normal como soy, odiaba con todo mi ser esas fechas, porque me tenía que enfrentar con el peor de los miedos.
Siempre me pareció medio creepy la idea de que un ratón todo sucio y peludo tocara mi almohada para dejarme plata, sólo a cambio de un diente. Qué iba a hacer un ratón con miles y miles de dientes? Para qué los quería? Eran preguntas que siempre me terminaba cuestionando. Por eso yo dejaba mi diente en la mesita de luz, lo más alejado que podía de mi cara, porque claro, yo quería mis 10 pesos. En ese momento esos 10 pesos eran oro, podía comprar todas las figuritas que quería, invitar a todas mis amigas a tomar helado en el kiosco del cole y me quedaba un poco para ahorrar y comprarme eso que todos queríamos, la cartuchera de tres pisos.
El 24 de diciembre era una fecha particularmente tensionante para mi. Me acuerdo de esos minutos antes de las 12, en los que trataba de poner cara de contenta para que mis hermanos y mis primos no se dieran cuenta lo que en realidad me estaba pasando. En el fondo, estaba muerta de miedo, tenía terror de que se apareciera Papá Noel. Quería con todas mis fuerzas que se quedara en mis fantasías, encerrarlo en mi imaginación y que nunca se volviera realidad. Cuando todos alegaban verlo, yo sufría por dentro: y si aparece en serio? En dónde me meto? Que deje los regalos y se vaya, por favor! Cuando alguno de mis parientes se disfrazaba, juro que la pasaba muy mal: Santa se parece a mi tío Pepe! ay, dónde está mi tío Pepe? Pero, cómo, cuándo, dónde? Y en ese momento, confundida, cerraba los ojos bien fuerte hasta que pasara el mal rato.
Los reyes y yo nunca nos llevamos bien. Principalemente porque sus regalos tenían gusto a poco, casi siempre eran cosas chicas y no muy copadas, eran las sobras de navidad, eran regalos de segunda mano. Pero eso no era lo peor. Mis peores enemigos eran los camellos que venían con los reyes. Si, los camellos. Yo siempre viví en departamento y nunca pude entender cómo hacían para llegar al piso 11, comerse el pasto que les dejaba, tomarse toda el agua y dejarme los regalos. Tenía miedo de encontrarme con tres tipos vestidos medio raros, que andaban encima de caballos jorobados de cuerpos enormes y morirme del susto en mi balcón. Y ni hablar del momento en que tenía que desprenderme y dejar mis amados zapatitos de charol que tanto me gustaban: y si me los roban, y si se vuelan, qué hago?! Hasta que no me quedaba otra y mis hermanos me obligaban a dejarlos.
Odié la navidad hasta el día en que nació mi primer sobrino, y con él, esas fechas tomaron otro color completamente diferente. Ahora todos tratamos de incentivar las fantasías, corremos y escondemos los regalos por toda la casa para que los enanos los busquen hasta encontrarlos.
Hace unos años le confesé a toda mi familia mis miedos, y me prometieron que nadie se iba a volver a disfrazar, para que esos pobres chicos no se mortifiquen y sufran lo que yo sufrí durante todos esos años. Odié esas fechas hasta que, cuando cumplí nueve, mi hermana me sentó y de una me contó que Papá Noel no existía, que los reyes y el ratón tampoco y, ya que estaba, me explicó cómo se hacían los bebés.
Siempre me pareció medio creepy la idea de que un ratón todo sucio y peludo tocara mi almohada para dejarme plata, sólo a cambio de un diente. Qué iba a hacer un ratón con miles y miles de dientes? Para qué los quería? Eran preguntas que siempre me terminaba cuestionando. Por eso yo dejaba mi diente en la mesita de luz, lo más alejado que podía de mi cara, porque claro, yo quería mis 10 pesos. En ese momento esos 10 pesos eran oro, podía comprar todas las figuritas que quería, invitar a todas mis amigas a tomar helado en el kiosco del cole y me quedaba un poco para ahorrar y comprarme eso que todos queríamos, la cartuchera de tres pisos.
El 24 de diciembre era una fecha particularmente tensionante para mi. Me acuerdo de esos minutos antes de las 12, en los que trataba de poner cara de contenta para que mis hermanos y mis primos no se dieran cuenta lo que en realidad me estaba pasando. En el fondo, estaba muerta de miedo, tenía terror de que se apareciera Papá Noel. Quería con todas mis fuerzas que se quedara en mis fantasías, encerrarlo en mi imaginación y que nunca se volviera realidad. Cuando todos alegaban verlo, yo sufría por dentro: y si aparece en serio? En dónde me meto? Que deje los regalos y se vaya, por favor! Cuando alguno de mis parientes se disfrazaba, juro que la pasaba muy mal: Santa se parece a mi tío Pepe! ay, dónde está mi tío Pepe? Pero, cómo, cuándo, dónde? Y en ese momento, confundida, cerraba los ojos bien fuerte hasta que pasara el mal rato.
Los reyes y yo nunca nos llevamos bien. Principalemente porque sus regalos tenían gusto a poco, casi siempre eran cosas chicas y no muy copadas, eran las sobras de navidad, eran regalos de segunda mano. Pero eso no era lo peor. Mis peores enemigos eran los camellos que venían con los reyes. Si, los camellos. Yo siempre viví en departamento y nunca pude entender cómo hacían para llegar al piso 11, comerse el pasto que les dejaba, tomarse toda el agua y dejarme los regalos. Tenía miedo de encontrarme con tres tipos vestidos medio raros, que andaban encima de caballos jorobados de cuerpos enormes y morirme del susto en mi balcón. Y ni hablar del momento en que tenía que desprenderme y dejar mis amados zapatitos de charol que tanto me gustaban: y si me los roban, y si se vuelan, qué hago?! Hasta que no me quedaba otra y mis hermanos me obligaban a dejarlos.
Odié la navidad hasta el día en que nació mi primer sobrino, y con él, esas fechas tomaron otro color completamente diferente. Ahora todos tratamos de incentivar las fantasías, corremos y escondemos los regalos por toda la casa para que los enanos los busquen hasta encontrarlos.
Hace unos años le confesé a toda mi familia mis miedos, y me prometieron que nadie se iba a volver a disfrazar, para que esos pobres chicos no se mortifiquen y sufran lo que yo sufrí durante todos esos años. Odié esas fechas hasta que, cuando cumplí nueve, mi hermana me sentó y de una me contó que Papá Noel no existía, que los reyes y el ratón tampoco y, ya que estaba, me explicó cómo se hacían los bebés.
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