miércoles, 27 de abril de 2011

EL BENEFICIO DE LA DUDA



Es curiosa la vida del “tiempo”. Y con “tiempo” me refiero a ese odioso período de una relación, cuando está todo tan confuso que es necesario parar para sentir.

No estamos terminando, sino que ponemos en duda eso que en algún momento fue una verdad absoluta y empezamos a cuestionar todo. El beneficio de la duda suena a privilegio, cuando en realidad nos descoloca, nos confunde y empezamos a entrar en pánico. Pareciera que de bueno no tiene nada...

Al principio uno lo odia con todo su ser y se enoja como nene caprichoso cuando lo ponen a pensar en un rincón. Porque es así, negamos el hecho de que podemos cambiar nuestra forma de pensar, porque alegamos estar completamente seguros de lo que decimos sentir.

"Qué ganamos con un tiempo? Si yo se perfectamente lo que me pasa! Y si vos lo necesitás es porque no me querés", pensamos.

Ese es el primer estadío. El enojo.

El miedo no tarda en aparecer. Toca la puerta en cuanto te distraés por dos segundos, te noquea como puede y te deja en un lugar completamente vulnerable.
"Y si no me quiere más?”
“Y si en este tiempos se da cuenta de que no me necesita y que todo lo que dijimos y vivimos es mentira?”
“Y si se da cuenta que puede tener algo mejor y que no soy good enough?”
“Y si entiende que estoy tan enganchada que pierde el interés?".

Empezamos a sobre analizar exhaustivamente cada detalle y a imaginarnos las posibles reacciones que puede llegar a tener, pero terminamos logrando una sola cosa... maquinar, hacernos la cabeza. Porque todas las conclusiones absurdas que podemos imaginar solos, no van a ser siquiera parecida a lo que verdaderamente le pasa a la otra persona. Son solo suposiciones y especulaciones nuestras.

Después de dar vueltas en círculos, no podemos evitar ahogarnos, por un momento, en nuestro propio mar de angustia. Creamos un panorama tan poco alentador que llegamos realmente sentir que está todo perdido, que no existe ninguna posibilidad de que las cosas resulten como esperábamos o creíamos en un primer momento.

Nos olvidamos que en una relación se siente de a dos y que es físicamente imposible olvidarse o dejar de querer a una persona en una semana. Los sentimientos no se van, solamente nos dejamos estar para poder identificar qué es lo que de verdad nos pasa. Nos alejamos para recuperar perspectiva.

Estamos tan tapados de pensamientos negativos que no nos damos la posibilidad de sincerarnos, de pensar en nosotros, en lo que sentimos.

Y ahí es cuando aparece la desesperación. No sacamos la vista del celular y rogamos por horas que suene.
“Que me llame por favor!”
“No aguanto un segundo más sin él!”
“Lo quiero, y dejo todo por él!”
“Si llega a volver cambio todo lo que me pida, y juro que me banco todo lo que me molesta!”
“Nunca más le hago un planteo!”

Mandamos mensajes o llamados casi rogando que vuelva con nosotros, y nos ponemos en el peor lugar de todos, la denigración absoluta del propio ser. Nos dejamos de querer sin darnos cuenta. Parecemos necesitados y desesperados, algo muy poco atractivo para la otra persona, claro.

De esa tristeza pasamos al desgano, la desilusión y entramos a la etapa del derrotismo. Bajamos los brazos, nos damos por vencidos. Hasta que se agotan las lágrimas no paramos de lloriquear por ahí, pedimos opiniones al respecto y le contamos hasta al taxista lo que nos está pasando. Pedimos energía positiva a gritos, pero no la aceptamos.

Unos días después, las ideas empiezan a tomar otro color. Empezamos a darnos cuenta de que lo peor que puede pasar es que nos dejen, y la verdad es que no sería la primera vez. Nunca morimos de amor. Si las cosas salen mal podemos llegar a estar tristes, pero lo vamos a superar, como superamos tantas otras situaciones. Nos recordamos a nosotros mismos que, aunque amemos a esa persona, vamos a salir adelante.

Damos todo por perdido, pero al mismo tiempo empezamos a entender que nada es tan terrible y que, pase lo que pase, vamos a estar bien. De a poco entramos en la etapa de aceptación, en la que nos empezamos a amigar con nosotros mismos y a ganar un poco de perspectiva.

Recién ahí, cuando logramos desmitificar el problema, podemos darnos el lugar para pensar en nosotros. Repentinamente las ideas se aclaran, empiezan a tener sentido y los sentimientos empiezan a coincidir con nuestras ganas.

Nos tranquilizamos. Recuperamos el control. Finalmente pensamos.





Y ahí es cuando suena el telefono...Es él. Quiere juntarse para hablar.

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